A vista de pájaro La Paz es una ciudad de ladrillitos Rasti naranja, la capital más alta del mundo es un hueco uniforme entre las montañas cuando se llega por alguno de sus costados. Pero acercando el ojo la cotidianeidad boliviana es a puro color: las cholas visten polleras a franjas de colores, los aguayos donde cargan hijos o mercaderías varían del amarillo al azul pasando por el naranja, el violeta y el verde, los colectivos circulan pintados en tonos chillones con letras en dorado y los cementerios decoran las cruces con collares de flores plásticas en varios matices.
Bolivia es el único país donde nunca encontré un supermercado. A la vieja usanza se vende en tiendas con toldos o simplemente en las veredas cuando no se cuela la modernidad en locales urbanos. Busco en las ferias esas reminiscencias de la Edad Media que emanan del ambiente, quizás busque mucho, pero mi búsqueda me llevó al inframundo del Mercado de Brujas de La Paz, un recoveco del mundo boliviano capaz de poner en movimiento las costumbres más antiguas.
Emprendo una caminata por el mercado, espero encontrar algo que me sorprenda, mis expectativas están en el encuentro con algo que ignoro. Las veredas me acechan con mercadería colgando como lianas, se mueven por el viento o el tacto de las manos de los turistas, artículos típicos de la brecha Perú – Bolivia mecen junto a una hilera de fetos de llamas: receta para la buena suerte. Subo y bajo calles espesas de adoquines, pobladas de casonas antiguas. Me miran un monolito de madera.
Me detengo a levantar una pieza del montón, un frasquito de lata chato con inscripciones verdes, un fragmento del efectivo y todopoderoso cura dolores a base de hoja de menta, el mentisan. El Mercado de Brujas es a los mitos lo que las casas de antigüedades son al tiempo: un reservorio. Entre sus ofertas desfilan réplicas de cuchillos ceremoniales preincaicos, gorros, bolsas y mantas tejidas con motivos ancestrales y porta velas de piedras originarias del Tihuanaku. Indagar sus artículos es destejer por la hilacha historias.
En una de esas cuadras abarrotadas de texturas encontré en un pasillo angosto que llamó mi atención, adentrándome en un pasaje claroscuro llegué a otro local con productos regionales, un vendedor parco yacía sentado en una pequeña silla desde donde me observaba silencioso, inmóvil como una marioneta. Curioseé las vitrinas hasta detenerme en unos muñequitos de madera pintada: ¡Un ajedrez!, el juego de la guerra y el aniquilamiento.
- Españoles contra incas – me dijo el vendedor. Desenredando un nudo, liberando un dolor.