Entre dos fuegos: ¿Quiénes son los desplazados de Colombia?

No pregunte. Usted no debe preguntar. Acá es mejor no saber nada. Usted no sabe con quién habla. Acá está la FARC, los Macri, el ELP, la policía… Usted no sabe a quién le habla. Mejor no pregunte. A usted no le va a pasar nada porque es extranjera pero acá no se sabe quién es quién. Vos ves un heladero y después lo ves manejando un auto. Acá arriba pueden estar descargando un cargamento de droga y venir de otra facción a robarle y se cagan a tiros ahí nomás y usted mejor no vio nada, no dice nada. Puede hablar pero con alguien de confianza y nadie más. A usted le puede pasar algo y nadie sabe. – Me dijo Tito frunciendo el ceño y achicando los ojos. Y yo tan sólo había hecho una pregunta de rutina, esa que cambia de apellido en cada país que visito: ¿Qué tal el presidente Santos?

Tito es un colombiano raso, un artesano de mil calles, un busca vida solitario de melena rebelde que ha viajado durante varios meses muchos años en su vida pero no conoce Panamá porque “allá está complicado para los colombianos”; por ser el dólar la moneda oficial ha ido a trabajar en diferentes oportunidades a Ecuador pero una vez lo echaron porque “Colombia andaba bombardeando” en un ataque contra la FARC en territorio ecuatoriano. Viaja a dedo pero fuera de su país, sabe que en las rutas nacionales pueden frenarlo guerrilleros instándolo a sumarse a sus filas y sabe que hay lugares por donde no se pasa: ha buscado intensa e infructíferamente a un amigo que no ha regresado de una zona “complicada”. Se cocinaban unas arepas en el sartén la mañana en que charlábamos, el sol era pleno como cada día en la calurosa Popayán, pero más fresco cerca del arroyo, allí donde la ciudad cede territorio, en las afueras, en el barrio de los desplazados.

En mi concepción Colombia era un país eufórico: de Shakira y selva, de café y montañas, de tipos picantes y de armas; una imagen claramente reducida de su historia formada principalmente por las noticias que llegaban al sur de Sudamérica: una nación que contaba con los grupos de narcotráfico más grandes del mundo cuyo bestseller era el afamado Pablo Escobar y que aún tenía guerrillas, atrevidas hasta llegar a secuestrar a una candidata a presidente (Betancourt), que luego de seis años prisionera almorzaría con Mirtha (NOTA: a quien le sorprendió que la candidata reusara enumerarse en los conteos diarios de la FARC y es el motivo por el cual aún imagino a Mirtha vestida de gala con joyas colgándole de donde le quepan llamándose a sí misma por un número en una celda en forma de jaula de canario en plena selva colombiana). Eso y sólo eso era para mí Colombia, ignoraba por completo un fenómeno que me partió la cabeza en dos por la naturalidad con que las personas lo vivían: los DESPLAZADOS.

¿Quiénes son los desplazados? Son comunidades enteras desterradas de su hábitat en distintas partes del país porque “la guerra” los puso en medio del fuego. La guerra suma arriba de cincuenta años. Atribuyen sus comienzos por el año 1964 cuando surgen las Fuerzas Armadas Revolucionarias Colombianas (FARC) en la república independiente de Marquetalia en el Tolin (dentro de Colombia, cerca de la frontera de Panamá), de línea comunista cuyo líder aseguró había que “darle la tierra al que la necesita y la quiere trabajar, por la vía que nos dejen las oligarquías, vamos a ver cuál es, si es la vía política o es la otra”. Mismo año en que en el norte de Santander (frontera con Venezuela) se forja el Ejército de Liberación Nacional (ELN) con una fuerte influencia estudiantil urbana. Del lado opuesto están los gobiernos intentando recuperar el control de los terrenos perdidos y, desde mediados del 70, los paramilitares: anticomunistas y antiguerrilleros quienes luchan con el apoyo no reconocido del estado contra las guerrillas. Éstos paramilitares protagonizan episodios de violencia extrema como el que vivió en 2002 María Mercedes Quiñones quien observó desde su casa, donde estaba escondida cuando se corrió la voz de que los paramilitares entraban al pueblo, cómo asesinaron a su vecino al que luego arrastraron hasta el río, lo picaron con machete y hacha y lo lanzaron al agua. Huyó con sus tres hijos (uno de los cuales murió de una bala perdida en el camino) a los brazos de un gobierno que se limitaba a ayudar a escapar a las personas, a trasladarse a un lugar menos incómodo, a ser desplazados. A lo largo del tiempo las guerrillas no alcanzaron sus metas iniciales pero sobresalieron a través de secuestros extorsivos y de la extracción de oro y platino en la selva amazónica (en 2002 se calculaba que la FARC controlaban cerca del 80 por ciento de la explotación del oro en Colombia, el país que ocupaba el puesto 16 a nivel mundial en reservas auríferas).

Aquella mañana en el barrio de los desplazados el día se presentaba suntuosamente sereno. Después de la calle principal casi todas eran de tierra, entrando las casas se anunciaban por tranqueras y se desparramaban por terrenos altibajos. Pasaban perros, motos, bicis pero nunca un auto. El panorama era más asimilable al del campo que al de la ciudad sin embargo estábamos en plena urbe. Ésta no es la única cara de los desplazados, quienes entre las armas de las guerrillas y las armas del estado se mezclan con el grueso de la sociedad civil formando barrios cuantiosos en diferentes ciudades. Poco a poco comencé a vislumbrar ésta mueca en la fisionomía de la nación.

“Guerrillero, desmilítese. Sea un ciudadano libre” repetían las propagandas durante la Copa América. La realidad social se mostraba ambigua, recorría kilómetros de rutas donde veía escopetas llevando militares para llegar a ciudades que clamaban paz, y como un ruiseñor sin descanso la TV notificando el minuto a minuto del tire y afloje entre el Estado y la FARC. La paz es un anhelo común y repetido por diferentes voces. No tuve real dimensión de la necesidad de paz que se vivía hasta que la palabra PAZ se volvió el vocablo más leído y más escuchado en la cotidianeidad de mis días. Niños pidiendo Paz, afiches y grafitis gritando Paz, Festival de Teatro Mujeres por la Paz invadiendo anualmente Bogotá; y hasta la insólita conjunción de un ex capitán del ejército, Oscar Buitrago falto de una pierna desde sus 25 años por el intento de desactivar cargas explosivas soviéticas que instaló la FARC, y de Guillermo Alberto Cuéllar, exguerrillero del Ejército de Liberación Popular, que luego de una jornada donde impartió instrucción militar a futuros milicianos recibió tres disparos de fusil por la espalda. Buitrago y Cuéllar se conocieron en 1998, el primero había creado la Corporación Guayacán, una agrupación para ayudar a ex militares victimas de minas intrapersonales en Colombia y el segundo quería asistir a ex guerrilleros lisiados por la guerra; se unieron y crearon la fundación “Fe Paz” a fin de congregar a personas y asociaciones que trabajen con los discapacitados víctimas del conflicto armado.

Hoy Colombia se me representa como una huella en la mejilla, el pasado desgarrándole la cara a cada colombiano completando esa mirada pícara, esa labia rápida, esas manos que no se ven, ese bacanismo tan Colombia. Hoy sé que es café y es picante. Es historia y es una sociedad montada en la rueda que genera el movimiento. No es mansa, no es quedada, no es adaptable: toma caminos, radicales o pacíficos, pero toma caminos. Hoy Colombia en mí es un amor y un dolor.

Un comentario Agrega el tuyo

  1. gatoquemira dice:

    Me gustó. Me sení en Popayán esperando a que se cocinen las arepas. Si América Latina tiene las venas abiertas, debemos reconocer que por algunos lados sangra más que por otros. Veo a través de tus letras la realidad de los desplazados y pienso que es asombroso cómo los mecanismos colonialistas siguen operando con la misma fuerza después de 500 años. Ahora sofisticados. Subliminales. Llego a esa conclusión cuando reflexiono acerca de qué es concretamente lo que da origen a los dos fuegos que los corren. Quiero seguir leyendo América Latina en tus palabras 🙂

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