La ciudad de San Salvador de Jujuy es amontonada y lo de amontonada, en verdad, es lo más atractivo. Si hiciera una síntesis diría que la ciudad lleva el color del cemento y el ruido de lo público. Y un extraño parecido a un hormiguero. En mi visita fui zarandeada en un constante andariego, esa semejanza no se debe a la disposición de terreno sino a las filas que compone, mas que autos hay un constante hormigueo de personas.
Divorciados por viejos puentes se generaron dos centros comerciales. Uno formal y coqueto con galerías, peatonal e incluso un shopping pequeño; de vendedores tranquilos, con horario de trabajo fijos, uniformes (en algunos casos) y compradores pacientes. A modo de salvoconducto (o desahogo) otro rústico y ambulante alrededor de la terminal antigua (encargada de los viajes provinciales). Subiendo por sus dos perpendiculares y por razón de dos o tres cuadras se explayan puestos en la vereda y en las calles engrasadas por las chorreras de aceite y comestibles, todos tan ajustados que la vía apenas si deja transitar un carro por vez. Los fines de semana el mercadeo se extiende completando entera (sin dejar lugar a los autos) una de las calles de costado de la terminal subiendo, incluso, a la montaña de la cuadra de enfrente. Los puestos sostienen toldos o sombrillas de colores desteñidos al sol, en la mañana venden ropa: mayas de baño, pantalones, remeras, carteras, zapatos, ropa interior, según se dice, traída de Bolivia, según comprobé, a precios inaudibles. Cinco, diez, quince, treinta pesos (desde 0,50 a 3 dólares) regateables por prenda. La gente compra pero por sobre todo revuelve, se empuja; los vendedores gritan precios y liquidaciones. Hay algunos policías pero nadie parece sorprenderse por el kilaje de las ventas en negro. Tampoco es raro encontrar chicos trabajando, de hecho recuerdo haber visto una nena de unos diez años gritando ofertas de verduras en el mercado de frutas con el uniforme del colegio puesto y dos niños que ni llegaban a los ocho años con una heladera portátil sentados en el puente que da a la vieja estación de trenes (ahora distrito municipal) desde la cual propagandeaban sus jugos congelados (unos Jaimitos sin marca). Ya cerca del mediodía los puestos de ropa se cambian por alimentos: verduras, frutas, tamales, humitas, especies, hojas de coca. Todo muy económico. La sorpresa: zapatillas de marcas importadas nuevas se vendían a unos $650 contra unos $2000 en las ciudades del centro del país y si no encontrabas tu talle podías hacer un pedido que tarda dos días en llegar.