
Aquello que nos contenía era marrón, profundo e inmenso como los ojos del cielo, y nosotros tan pequeños. Trazábamos líneas a contracorriente, a manera de un cascabel rodando kilómetros durante días enteros con sus noches y con sus almas. De Manaus (capital del Amazonas) a Belém el único camino por tierra son cinco jornadas navegando por el Río Amazonas, un microuniverso que se gesta cada día todos los días.
La ruta se asemeja, en tantos momentos, más a una autopista que a la calma del río. De humedad y calor los días nos empujaban hacia adelante. La vida es un campamento, el buque admite cien metros de largo y dos pisos de hamacas paraguayas, parejas en las terrazas, un balcón amplio en la proa donde los marineros cuando no pelean por los juegos, juegan al dominó y baños compartidos. Amanece otra vez: kilómetros y kilómetros de río, arrastrados a través de un infinito marrón como una mosca en la sopa. Atravesando sin permiso entre poblaciones que emergen porque la vida misma se encuentra en cada pedazo que uno busque. Mujeres, niños, vendedores, niños, policías, niños. Girando cual dos ruletas opuestas los ferris se cruzan en ida y vuelta sin descanso.



